sábado, 19 de marzo de 2011

Cronicas desde Tokio, Cuarta parte: de lo qué aprendí


El sonido se interrumpió y, de repente, tuvo miedo. Quería interrogarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de los oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. La montaña.”
El sonido de la Montaña, Yasunari Kawabata

Ahora a miles de kilómetros de distancia de Tokio, en la seguridad de una ciudad donde pocas cosas de ese tipo podrían llegar a ocurrir,  sin el imponente vaivén telúrico del suelo, sin las mascarillas contra el aire tóxico de las centrales, sin las aglomeraciones impasibles para subir al tren, sin la soledad de ver y de escuchar sin entender, sin los millones de pequeños mundos humanos que a su caminar frenético ni se tocan ni se miran en los pasos de cebra multitudinarios, sin las luces de neón, sin los saludos ceremoniales que recuerdan los rituales imperiales, sin los peces en breve extintos que adornan la gastronomía ancestral del pacífico. En la lejanía, sin todo ello que habita y existe sólo en lo alto de esa montaña llamada Japón es que estoy empezando a comprender qué es.

Es curioso pero, dentro de lo que cabe, me siento afortunado de que el azar caprichoso me haya puesto en aquel lugar y haberme podido fundir con ellos en el mismo pánico de la tragedia, compartir la impotencia y la desolación rompió por completo nuestras enormes distancias culturales. Con éste hecho fortuito logré ver más allá de la frivolidad que una foto de turista puede capturar en un día cualquiera, de una época cualquiera en una calle cualquiera de Tokio.

Pero no sólo supe de su enorme dignidad, de la entereza con la que dosifican sus lagrimas y sus dolores, de su sentido de la unidad nacional y de la solidaridad, de su inconmensurable calma y método, de la disciplina que les lleva a confiar en su gobierno, sea o no de su gusto, y no perturbar así su trabajo con revueltas y reclamos prematuros.

También pude comparar y entender más de lo que soy y de donde vengo. La cultura occidental contemporánea fundó sus raíces en la premisa absoluta de eliminar cualquier riesgo mayor o menor que pueda entorpecer su vida cómoda y feliz. Para ello se ha provisto de instituciones a las que le gente ha delegado la dispendiosa tarea de reflexionar, de preocuparse por su entorno, de cuestionar lo que se hace y corregirlo, de pensar, básicamente delegó el ejercicio humano de pensar. El hecho de escoger a un gobierno es la salvaguarda para que éste lo solucione todo sin derecho a una corresponsabilidad ciudadana.

La primera reacción y la segunda y la tercera de la gente que me quería, que me estimaba, y que quiero y que estimo, fue “sal de allí!”, “vete de ese sitio!”, “pero qué se te ha perdido allá tan lejos!”… y no les culpo por no preguntar por otras cosas, ni por haber tenido ésta actitud, la agradezco enormemente, pero es diciente de la sociedad miedosa y encerrada en su propia burbuja en la que nos hemos convertido. Todo lo que esta afuera de las fronteras europeas es bárbaro, es hostil, es peligroso, todo lo que comporte cruzar un océano a los confines del mundo resulta inquietante. Ese miedo endémico nos priva de la posibilidad de conocer un mundo lleno de alternativas y de matices, nos impide descubrir que hay modelos de organización social de los que mucho podríamos aprender.
Sólo pensar en cual sería nuestra actitud frente a una catástrofe de esa magnitud nos llevará a un posible escenario. Masas energúmenas de gente abarrotando los supermercados para acaparar las provisiones, colapsos en los aeropuertos para abandonar el barco antes de que se hunda, oportunistas mirando la posibilidad del pillaje, multinacionales frotándose las manos para los grandes negocios que producen las reconstrucciones a escala nacional.

Todavía recuerdo el pánico producido por la famosa “gripe A”, el gobierno y los medios de comunicación empeñados en una alarma social que al final se convirtió en un gran negocio para las farmacéuticas y que derivo en las charlas apocalípticas en los bares y en las calles, un estornudo en aquellos días motivaba a tu alrededor las miradas medievales de la peste negra. Un fiasco resulto ser todo, lo único que quedó en evidencia es nuestra enorme facilidad para cagarnos de miedo al mínimo atisbo de peligro, eso también lo reflexione en Tokio.

Pero además queda un descubrimiento más, el poder impresionante de las redes sociales, en medio de la soledad física que provoca llegar a un lugar y que a las pocas horas ocurra el terremoto más devastador de toda su historia, sin saber su lengua, sin conocer la ciudad, sin tener idea de nada, resulto indispensable las indicaciones, las voces de aliento, el interés de todas las personas que me iban acompañando por la red. Debo decir, sin ser un avezado cibernauta, que toda esa gente con la que hablé, con la que me reí, los que me iban buscando mapas y referencias para moverme, quienes me iban dando información de última hora, todos ellos, todos ustedes se convirtieron en mi oráculo, incluidos los que pensaban que el “vete de allí” era tan fácil como tomar un autobús y salir de la isla, ellos y todos los demás me han dado una clase magistral de solidaridad y generosidad que sólo puedo pagar con una gratitud eterna.

Kawabata, el célebre escritor japonés, tenía razón y lo escuchó primero, habló la montaña con un grito ensordecedor y rabioso que ha dejado aturdido al mundo entero, y qué es Japón, no es acaso una isla, y una isla no es simplemente la cumbre de una montaña?. 

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