lunes, 20 de septiembre de 2010

Abuelo, que la historia se repite: dos hostias y que se le vaya el olvido!

Me senté hace unos días a disfrutar de unos minutos de sol en una plazoleta de Sant Cugat del Vallés, una pequeña ciudad cercana a Barcelona. Todo estaba en orden, la fuente, las palomas, los niños con sus pipas, un perro obseso con la pelota, un abuelo en su silla de ruedas y su mantita a cuadros cuidado por una mujer de aspecto suramericano, tal vez con seguridad boliviana.
Todo, repito, más que normal, salvo por la conversación que le daba el abuelo a la estoica cuidadora que sin rechistar escuchaba y se sorprendía, asentía con la cabeza sin atisbo de sorpresa como si la historia narrada por el viejo no le resultara ajena. Pues el abuelo le contaba con emoción y un acento cordobés inconfundible el salto vigoroso con el cual logró escabullirse por una ventana del “sevillano”, aquel famoso tren que llevo a millones de andaluces a Cataluña en los tiempos de la postguerra civil española.
En efecto, aquel viejo entelerido y apacible un día a finales de la década de los años treinta saltó del tren en movimiento antes de llegar a la grandiosa estación de Francia en Barcelona. No quería caer en las redadas de la policía franquista, no quería ser devuelto a la miseria del campo andaluz y se lanzó sin titubeos por la ventana y se escudriño para encontrar a un familiar que ya estaba asentado. Termino viviendo, contaba ayudado por sus manos arrugadas que dibujaban en el aire las formas de sus pensamientos, en las barracas hacinadas y sin servicios que se convirtieron en barrios con vida propia. Describió las incontables persecuciones de la policía nacional que aplicando la ley de Vagos y Maleantes, o “gándula” que le llamaban, atrapaban a los inmigrantes y los encerraban en unas viejas caballerizas en las laderas de Montjuic que durante esos años hicieron de centro de reclusión para los ilegales andaluces de la época y que tenía por nombre “La Misión”. Dirigió su mirada a la mujer y le afirmó, . Se salvo de la deportación por un familiar que dio fe de residencia, espeto.
Supongo que le contaba esta historia como gesto solidario con la mujer que en unas horas debe tomar un tren para su casa, una de esas antiguas barracas, que fueron luego barrios obreros y ahora hogar de extranjeros. Seguro que era una voz de aliento para lo que le espera, ella lo sabe muy bien, tomar el tren y vigilar, porque cuando se baje en la estación le pueden estar esperando los agentes de la policía nacional. Sus pómulos salidos y ojos rasgados, su cara redonda, esa piel canela y su liso pelo azabache la hacen inconfundiblemente americana y eso implica detención inmediata. No quiere que la lleven al complejo que reemplazó a la Misión y que ahora se llama Centro de Internamiento de Extranjeros, no quiere correr la misma suerte de miles de andaluces empobrecidos y maltrechos que fueron deportados sin contemplación a los campos precarios del sur.
Pero los policías no tienen la culpa, todo hay que decirlo, es la tristemente célebre ley de “Vagos y Maleantes”, diseñada en aquella época para controlar a nómadas, proxenetas y homosexuales, como rezaba el articulado, y que hoy los socialistas la han modernizado con el escueto nombre de “Ley de Extranjería” exclusiva para “nómadas” contemporáneos. Ellos, los policías, al fin y al cabo sólo son garantes del cumplimiento de la ley y el orden, con alguno que otro matiz racista pero que no colectivo sino a título individual de algún desadaptado que se coló en el cuerpo de policía.
Lo cierto es que me fui de aquel parque pensando que hoy todos esos miles de abuelos y abuelas que saltaron de los trenes, que vivieron las redadas, que habitaron en barracas apretujados con sus familias y que se salvaron de ser deportados por su condición de ser inmigrantes ilegales tienen una gran responsabilidad, contar su historia y si es el caso dar un par de ostias a la generación que nació en la democracia, a la generación arrullada por unas leyes de seda, que no conocieron la discriminación, ni las persecuciones de un régimen que las aplicaba de todo tipo, políticas, por identidad sexual, de genero etc., que son tan libres como para olvidar que a sus padres o abuelos les toco aquello que le están aplicando a la nueva inmigración.
Pasar de víctima a verdugo merecería no sólo una lección de historia, también, permítanme la insistencia abuelos, un par de ostias, que de sus manos estarían más que justificadas.

Juan Carlos Villamizar Alarcón

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